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miércoles, 27 de noviembre de 2013

Detenerse



De Marco Polo a Colón, de Ulises a Magallanes, la idea del viaje nos seduce. Seduce más si se vive en una isla, cuerpo de tierra desde donde es tan fácil confundir la frontera líquida con la cárcel del alma y el cuerpo, límite de sueños, aspiraciones y deseos. Izar velamen o abrir alas es hoy parte de ese «sentido común» que convierte al movimiento de cuerpos de un lugar a otro —de un país a otro— en una necesidad tan vital como respirar. Viajar es ahora un fin y nunca un medio.

No podemos estarnos quietos ni amarrados, y si no abordamos un avión —o una balsa de troncos, lo mismo da— sentimos morir en vida. Algo, muy imperativo, nos dice muévete o pereces: la quietud se parece tanto a la muerte que es la muerte misma.

Quienes no se mueven, —o no quieren moverse, o creen poder respirar sin trasladarse de un lugar a otro (de un país a otro)— están enfermos, son locos o muy peligrosos.

Lo cierto es que los viajes de hoy —y los sueños de viajes, el deseo puro y vacío del traslado— son muy diferentes a los grandes referentes citados al principio. Mal que nos pese, ya nadie va a ensanchar el mundo descubriendo orientes mágicos; nadie tropezará —de casualidad o no— con una nueva mitad de planeta (ya no queda por revisar ni un metro cuadrado, ni un palmo, nada). A nadie le importa ya saber si el mundo es redondo como una naranja o liso como un espejo, ni encontrar rutas nuevas para navegar de un océano a otro. Nadie quiere regresar a casa, donde amores, hijos y lechos cálidos esperan.

El viaje de hoy es casi el mismo para todos. Como los insectos, se va hacia una lumbre que quema y mata —hay muchas formas de matar a un insecto, y muchas más de matar a a un hombre—. Una luz que solo es eso, luz, aburrida como todo lo que es único.

Estarse quieto, aferrado a una minúscula porción de mundo, es civilizatorio, progre, revolucionario. Parece tonto, suicida y hasta inmoral, pero tal postura (como la de los camaleones que toman el sol por horas) es una manera de propiciar que las cosas —y gentes— que se deben mover puedan hacerlo. Debemos quedarnos sentados, esperando, para que el mundo, ahora detenido, pueda volver a moverse.

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